El vengador del Rif by Fernando Marías

El vengador del Rif by Fernando Marías

autor:Fernando Marías [Marías, Fernando]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Intriga
editor: ePubLibre
publicado: 2004-01-01T00:00:00+00:00


Noticias del infierno

¡EXTRA! ¡EXTRA! ¡Revuelta en el Rif Oriental! ¡Siete españoles muertos en ataque a la Compañía Española de Minas!

—¡El colmo de los colmos! ¡Esto es el colmo de los colmos! —entró gritando Juan Tarazona. Agitaba El Telegrama del Rif en la mano.

En el despacho estábamos Kent, Verayunés y yo. Acabábamos de regresar a Melilla y, tras una larga noche de reflexión, les había solicitado audiencia para pedirles que me permitieran quedar fuera de su engranaje. Sin denuncias, sin revanchas, sin odio. Solo quedar fuera… Ambos —Kent con su exasperante euforia vital y Verayunés con su tristeza crónica— se habían negado. Sin malos modos, sin malas palabras; igual que se rechaza la dimisión de un empleado útil. ¿Quién sino yo podía ocupar el puesto del desaparecido Vergara?

Entonces, cuando me disponía a suplicarles, había entrado Tarazona.

—¡Increíble, Silverio! —parecía divertido a pesar de las dramáticas noticias que traía—. ¡La realidad, plagiando nuestra ficción! ¡El acabose! ¿Es que no os habéis enterado?

Los tres miramos el periódico extendido sobre la mesa.

—Malo… —susurró Verayunés—. Claro, ya estaba tardando demasiado… ¿Dónde ha sido?

—Junto al monte Uixan.

Kent y yo nos miramos. Pasamos cerca de allí al regreso de nuestra representación macabra. No nos habíamos visto en medio de la lucha real por unas pocas horas y unos pocos kilómetros.

—¿Qué ha dicho Marina? —preguntó Kent al periodista.

—Mira en la primera columna, segundo párrafo.

Kent tomó el periódico y leyó en voz alta:

—«El general Marina, comandante militar de Melilla, promete una respuesta contundente, a la vez que solicita oficialmente al gobierno de Madrid el envío de más tropas.» O sea, es la guerra… —Kent pronunció la palabra como si fuese un trago amargo. Una amenaza real sobre su negocio se cernía de repente.

—Guerra… —asomó a los ojos de Verayunés un sentimiento que se esforzó inútilmente por dominar. Lo reconocí. Se trataba de miedo. Miedo físico, miedo imparable, miedo atroz. Pero en ese momento no le concedí más atención.

—¡Guerra! —dije a mi vez, feliz porque entreveía una salida a la trampa que me angustiaba. Me dirigí a Kent—: Mi coronel, ¿puedo retirarme?

Kent, de pronto meditabundo y preocupado, concedió con un gesto. Cuando abandoné el despacho, oí gritar a Tarazona, que una vez lanzada su noticia parecía terriblemente malhumorado:

—Guerra, sí… ¡Guerra! ¡Se acabaron las expediciones a la mina de Al Ahní! ¡Al garete el negocio! ¡Adiós a mi finca extremeña! ¡Guerra, sí! ¡Guerra!

Salí a la calle. La ciudad estaba acelerada, intangiblemente rota su serenidad por los acontecimientos de la víspera, que habían venido a sumar un grado de bullicio nervioso al ruido urbano, en general apacible.

Pletórico porque el destino nos daba una nueva oportunidad a mí y a mi honor de soldado, encaminé mis pasos hacia el despacho oficial del general Marina. Mi padre decía que el mejor amigo de un militar cabal —y yo no había dejado aún de serlo— era otro militar cabal. Y José Marina Vega, comandante de Melilla, tenía esa fama.

Pero la Historia se oponía a mis ansias de confesar. Marina, como es lógico, no podía en tan difíciles momentos distraer su atención con relatos como el mío.



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